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Foto del escritorBlog de El OmbligO

VIERNES SANTO



Tomé la línea 6. Afuera había un sol abrasador –con “ese”-. Adentro, en el subterráneo me subí a un metro robotizado con un aire acondicionado que daba frío. Salí a la calle y caminé. Llegué al hogar donde iba a contar cuentos. El lugar era hermoso, lleno de colores, todo se veía nuevo, y los funcionarios sonreían. En el patio los niños más grandes jugaban. Conversé con algunos. La mayoría simplemente me ignoró como si esa fuera su costumbre. Luego conté unos cuentos y advertí que quizás era la primera vez para ellos. Después volvimos al patio. Unas tías fueron especialmente a pintar sus caritas. Inútilmente ellas les pedían que hicieran una fila. Los niños se agolpaban, sin entender que a veces hay que esperar. Algunos se metieron sin permiso en sus bolsos y corrieron con algunas de las pinturas como botín. Más allá otros dos tíos visitantes llevaron pelotas inflables. Los niños más rápidos las tomaron y se las llevaron. No imaginan siquiera que es mucho más divertido jugar entre dos o tres, que “poseer” una pelota. Y entonces recuerdo mi infancia y esos momentos en que buscaba un “par” para jugar al luche, para elevar un chonchón (hace años que no veo uno), o para jugar al elástico. Una pelota no tiene mayor sentido si no tienes con quien compartirla, pero estos niños simplemente la “abrazaban” –esta vez con “zeta”- sin querer soltarla. Uno de los niños que se había llevado las pinturas regresó. Tenía la cara toda rayada de negro y azul. Pero no tenía rojo y quería que le pintaran sangre en la cara. “¡Ay no! ¡Qué me miedo me va a dar, no quisiera encontrarme contigo en el pasillo” –le dije y le robé al fin una sonrisa a este niño que había tenido el ceño fruncido toda la jornada.


Entonces me alejé un poco, para abstraerme. Desde la distancia vi que todo era inútil. Es que la entretención dura unas horas y luego todo vuelve a ser como antes. Cuando los niños se vayan a lavar la cara, y nosotros estaremos en nuestras casas. El sol se pondrá en la cordillera y las puertas se cerrarán con llave nuevamente.


Regresé sola, pensativa. Tomé el metro que iba casi vacío. Es Viernes Santo. Una mujer se sentó con su hijo enfrente de mí. Ella sacó el celular y le dijo al niño que sonriera para sacarle una foto. Y el niño sonrió, así, sin más, porque sí, con la liviandad y la facilidad con la que sonríen los niños. Porque, ¿no debiera ser siempre así? ¿No debiera ser la infancia para sonreír y compartir una pelota? ¿No es en la infancia cuando más nos sorprendemos, cuando imaginamos, y cuando soñamos despiertos?


Subí por la escalera mecánica. Tomé el bus. Por la ventana vi a unas personas haciendo un Vía Crucis. Al llegar a casa el sol se estaba poniendo en la cordillera.

El OmbligO, 30Marzo2018


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