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PASO A PASO, LATIDO A LATIDO


Hay personas a las que reconocemos por su risa estruendosa. A otros por sus cabelleras descontroladas. Hay algunos a los que reconocemos porque huelen bien, o porque simplemente apestan. Pero hay personas a las que las reconocemos por su forma de caminar. Y hay tantas formas de caminar como mundo. Están, por ejemplo, los distraídos, esos que no saben que caminan; los temerosos, que se apoyan de tu brazo pensando que no serán capaces de hacerlo solos; o los enérgicos, esos que resquebrajan el piso con cada pie. Y así, podría enumerar tantos estilos como personas que se me han cruzado en la vida. Alguna vez un profesor de música me dijo que cada persona camina con un pulso, que es el reflejo del ritmo cardíaco de nuestra madre. Puede que así sea, y que por eso todos caminan tan diferentes. Pero la verdad es que no son los pasos los que capturan mi atención, sino ese espacio que queda entre paso y paso, o entre latido y latido. Puede que la vida de cada uno se encuentre realmente en ese intervalo, en ese momento en que flotamos antes de apoyar el siguiente pie. Quizás sea en ese espacio intermedio, en el “entre” donde se encuentren nuestros pensamientos, vivencias, amigos, y recuerdos. Ayer reconocí a alguien por su caminar. No recordaba su nombre. Tampoco lo reconocí físicamente. En diez años el pelo se le volvió ceniza, y ya no llevaba la cotona azul que acostumbraba. Pocas veces hablé con él, y cuando lo hice fue siempre para pedir algo, pues tenía las llaves para entrar en todas las salas de la facultad donde estudiaba. Pero por su caminar supe quien era, no sólo por esa especie de ritmo sutil que lo acompañaba, sino porque caminaba siempre con la cabeza gacha, como si quisiera resguardar ese espacio que se abre entre paso y paso. Ahora me pregunto cómo habrá sido su mundo, en qué pensaba tanto, qué pensamientos había detrás de ese latido. Nunca lo sabré. Ya mañana será como ese pájaro que recorta el cielo y que por un segundo nos transporta, pero que al siguiente segundo ha desaparecido. A los que amo también los reconozco por su caminar. A uno porque ha cojeado toda su vida, a la otra porque camina desparramando su esencia. . A esos dos podría reconocerlos en un estadio lleno de gente sólo con verlos caminar. Mi madre era un caso aparte. Ella caminaba ladeándose hacia la diestra, como si quisiera oír la tierra, en una postura similar a la de los derviches danzantes, esos monjes que giran incansablemente. Y quizás realmente era así, quizás la ciudad la volvió sorda, y extrañaba las zarzamoras. Puede que todos seamos como derviches, dando pasos livianos esperando flotar entre el cielo y la tierra. Quizás nuestra única aspiración deba ser llegar a dar pasos tan sutiles que la vida entre uno y otro se aliviane hasta tal punto que podamos trascender. El OmbligO, nov.2015

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