Hace unos veinte años recuerdo que un buen amigo me sorprendió asegurándome que el arte debiera ser gratuito y considerado patrimonio de la humanidad. Me lo dijo como argumento pro defensa del pirateo de discos de música, claro. A algunos puede parecer descabellado, pero, ¿imaginan un mundo donde pudiéramos ir al cine, al teatro gratuitamente? ¿Imaginan lienzos de gran tamaño de un renombrado pintor en el living de su casa sin haber pagado por ellos, o música gratuita sin tener que bajarla clandestinamente?
Yo no sólo lo imagino, también lo sueño. Pero un mundo con acceso libre al arte, por ahora, es imposible. Para alcanzar ese ideal, sería necesario que aquellos que no se dedican al arte -pero que sí disfrutan de él- subvencionaran de alguna manera este trabajo, para que los artistas pudieran dedicarse a crear, sin preocuparse de la cuenta de la luz o el dividendo de su casa. Dado que esto no sucede, durante siglos el artista se ha visto desafiado a la tarea de decidir si debe o no dedicarse por completo a su vocación, respondiendo a un criterio meramente económico. Cómo no recordar por ejemplo a Van Gogh, mantenido por su hermano, o muchos de los grandes artistas que hoy conocemos como Miguel Ángel y Leonardo da Vinci que fueron apoyados por mecenas, sin los cuales quizás no habríamos tenido el privilegio de admirar las obras que hoy conocemos en toda su envergadura.
Básicamente un artista, y me concentraré ahora exclusivamente en el narrador oral, tiene 3 formas de financiar su trabajo: 1) a través de la venta de su espectáculo, que puede ser la venta de una función a una institución, o la recaudación por medio de entradas y adhesiones; 2) por medio de un FONDART, es decir, gracias al financiamiento del gobierno postulando a fondos concursables; y 3) a través del auspicio de alguien, o con mecenazgo (muy raro pero aún se da).
Los narradores que han decido dedicarse a su oficio con exclusividad, tienden a financiarse más a través de la primera opción, es decir, por medio de la venta de entradas o funciones. Más allá de entrar en la discusión (y también quizá entrar en otro ensayo) de qué es lo que distingue a un artista profesional de un amateur, es importante analizar por qué ocurre este fenómeno. La respuesta es sencilla: mientras mayor cantidad de audiencias ha creado un narrador para su arte, mayor cantidad de trabajo tendrá. Cuando un artista consigue que alguien pague por ir a ver su trabajo, y al término de la función sale maravillado, es seguro que ese alguien querrá conocer los otros espectáculos nuevos que el artista cree. Y no sólo eso, también hablará bien de él y lo recomendará. Matemáticamente se trata de una curva que va en ascenso. Distinto es el caso cuando una persona asiste a una función gratuita, sea esta financiada a través de un subsidio de gobierno o de un auspicio. En tal caso es menos probable que ese público opte en el futuro por asistir a una función pagada, a menos que se realice un trabajo territorial sostenido el tiempo. Pero en general el público que asiste a actividades gratuitas mantiene ese comportamiento hacia el arte (no así hacia el consumo, por ejemplo de tecnología o vestuario). Y muchas veces, aunque se declare de forma explícita que detrás de una función gratuita existe un aporte estatal que lo financia, al público asistente poco le importa y poco presta atención, pues ya se encuentra arraigado en nuestras creencias que los artistas más que trabajando se encuentran desarrollando un pasatiempo.
He aquí el meollo del asunto. Cuando existe un artista que desarrolla su arte como pasatiempo, y trabaja de manera gratuita (pues tiene un trabajo que le sostiene económicamente), además de reforzar en las audiencias la creencia de que el arte sólo puede desarrollarse como un pasatiempo, está formando audiencias para espectáculos gratuitos. Es decir, mientras un grupo de artistas trabaja por la formación de audiencias que paguen por asistir a sus funciones, hay otro grupo de artistas que va exactamente en el sentido contrario. Y no sólo eso. Existe una alta probabilidad que el nivel de quien desarrolla el arte de la narración oral como pasatiempo, sea menor al nivel de quien se dedica a ello de manera exclusiva. Por tanto, cuando una persona asiste a una función de narración oral gratuita ofrecida por alguien que narra por pasatiempo, puede ocurrir que además salga decepcionado de la función. Entonces será altamente improbable que esa persona vuelva a asistir a una función de cuentacuentos, y todavía más improbable que pague por hacerlo. En palabras sencillas, ese artista va destruyendo el camino pavimentado por los narradores que se dedican tiempo completo a este oficio, perjudicando su fuente laboral, y haciendo que esta práctica sea poco ética.
Por lo anteriormente expuesto, podría entenderse que ofrecer una función gratuita es poco ético. Sin embargo aclararé que considero que sí se pueden ofrecer funciones gratuitas, sin perjudicar la fuente laboral de los demás, en determinadas circunstancias (excluyo aquí las funciones “entre iguales” o no formales, para más referencias, sugiero leer el ensayo de Andrés Montero, la referencia está al final). Pero quien las ofrece debe hacerlo con plena consciencia de que es el primer paso hacia un financiamiento posterior de esa actividad en ese mismo lugar. En otras palabras, si usted va a regalar una función (por las razones que usted considere pertinentes), ocúpese de cimentar un trabajo en ese lugar para el futuro y sea majadero en repetir que se trata de una excepción y que usted cobra por sus servicios. Muchas veces, luego de explicar a la persona que está solicitando la función gratuita que narrar cuentos es un oficio remunerado, se puede valorizar la función y proponer que establezca un trueque por ese valor. Por ejemplo: usted va al hospital a contar cuentos a niños de determinada sección, y a cambio uno de los doctores le ofrece a usted asistir a un curso de reiki que él dictará el mes siguiente. De esta forma, aparte de que usted será remunerado en cierto modo, queda establecido que la próxima vez deberán pagar por sus servicios o los servicios de otro narrador que contacten. Y recemos para que ese narrador no se ofrezca de manera gratuita.
En una sociedad como la nuestra es sumamente importante que, como artistas, además de aportar con nuestras creaciones, aportemos con nuestra lucidez. Mientras los artistas tengamos que preocuparnos mes a mes de pagar cuentas como todos, entonces la sociedad debe preocuparse mes a mes de remunerarnos como a todos. Somos los primeros llamados a tener esto claro y dar señales con nuestros actos. Quienes ofrecen funciones de manera gratuita, y viven de otro trabajo, tienen que tener la consciencia que están afectando directamente la fuente de ingreso de quienes se dedican a esta actividad de manera exclusiva. Los narradores orales que tienen esta actividad como pasatiempo deben comprenden que su figura es similar a la del mecenazgo: ellos pueden crear en sus tiempos libres porque sus necesidades básicas están cubiertas a través del sueldo, pensión, o ayuda de otro que reciben mensualmente. Sin embargo, existe un determinado grupo de personas cuya necesidad artística exige un mayor tiempo de dedicación, lo que no es compatible con otro trabajo y por tanto requieren que este tiempo de dedicación sea remunerado. Detrás de un cuento de veinte minutos puede haber un trabajo intelectual de semanas o meses, que requiere de una gran energía intelectual, y que prácticamente es imposible de valorar. Sin embargo, es nuestro deber como artistas darle valor a todas esas actividades "espiraladas" que terminan dando a luz un cuento imprescindible. Y si no consideramos nuestro arte como imprescindible, entonces no vale la pena.
OmbligO, 22 de marzo de 2018.
Este ensayo fue escrito en respuesta al pie forzado que me dejara el narrador oral Andrés Montero (chileno) después de su publicación. Para leer el ensayo de Andrés, pinche aquí.
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